Recibió el golpe como una descarga eléctrica que atontó cada uno de sus sentidos. La sangre se agolpaba en su ojo y teñía de rojo el atardecer anaranjado. Se recompuso y volvió a levantarse. No dejaría de luchar. Otro golpe, esta vez en la pierna, destrozó sus ropas y se clavó como un desgarrador frío azulado que se extendía por todo el cuádriceps. Reprimió un grito y cayó sobre una roca, se abrazó a ella, se aferró a la dureza, a la resistencia de la piedra entre sus brazos. No podía rendirse, no debía, no era una opción... Tomó el aire con furia. Resbalaba por su garganta como si ardiese. Quemaba, quemaba tanto como la ira, como la rabia, como la frustración. Quería llegar. Quería llegar de una vez por todas al lugar donde se suponía que debía estar, fuese cual fuese. Pero cada vez parecía más lejos, por más camino que recorriese, siempre quedaba más, mucho más, infinitamente más. Y esa mole no le dejaría pasar. Había perdido la espada, estaba herida, no podía enfocar su mirada con c